El 23 de diciembre de 2015, ya entrado el espíritu navideño, el Congreso
de Chile aprobó una ley de gratuidad para la educación superior. La conocida
como ‘ley corta’, aunque avance importante, no es una victoria permanente para
la presidenta Michelle Bachelet dado que solo implica un sistema de
financiamiento con alcances para 2016. No obstante, su aprobación representa un
cambio radical en el paradigma educativo y político chileno, que durante
décadas consolidó un sistema terciario de alta calidad y cobertura basado
principalmente en políticas de mercado.
El debate sobre la gratuidad de la educación
superior en Chile tiene implicaciones muy importantes a nivel global. En pocas
palabras, lo que intenta hacer Chile parece ir en contra de las tendencias
globales de la educación terciaria. En la mayor parte de los países, incluida
la China socialista, la deseable masificación de la educación superior (tasas
mayores al 50% de cobertura) hace indispensable buscar mecanismos para que el
financiamiento público a las universidades sea complementado con fuentes alternativas
de sostenimiento, ya sea a través de la vinculación con el sector productivo o
bien por medio de contribuciones directas de las familias.
Esta tendencia de “costos compartidos” no es
producto de una ideología Friedmaniana sino de un contexto muy concreto: no hay
sistema público capaz de financiar la masificación de la educación superior y a
la vez mantener altos estándares de calidad. En este complejo contexto, el
experimento chileno es muy relevante.
Sobremesa
Acá en México, hay que estar atentos a la resolución
de la Suprema Corte en materia precisamente de gratuidad en la educación
superior.
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