Una de las propuestas más audaces y controvertidas
de Hillary Clinton se da en el ámbito de la educación superior. El
planteamiento es elegante y poderoso: garantizar la gratuidad de las
universidades públicas estatales.
Es audaz porque representaría la solución a uno de
los problemas más graves de la clase media norteamericana: el acceso a la
universidad y la enorme deuda de las familias para cubrir sus elevados costos.
Es controvertida porque va en contrasentido de uno de los valores centrales del
modelo de gobernanza de las universidades públicas y de la ideología económica
de Norteamérica: la capacidad de las instituciones para cobrar por sus servicios
y así mantener estándares globales de calidad, transfiriendo los costos principalmente
a las familias.
El eje de la propuesta es que las familias que ganen
menos de 85 mil dólares al año no pagarían colegiatura para sus hijos en
universidades públicas estatales, y los fondos se aumentarían gradualmente para
que en 2021 este beneficio alcance a las que ganen hasta 125 mil dólares;
asimismo, habría prórrogas para reestructurar la deuda que permita a los
egresados saldar préstamos en máximo 20 años, de acuerdo a sus ingresos y con
intereses bajos.
La propuesta suena bien, pero la pregunta obligada
–y aguafiestas- en política pública es: ¿quien paga y cuales serían las
consecuencias de largo plazo? Aun para la potencia estadounidense sería muy difícil
mantener el alto financiamiento que ahora tienen sus universidades solo con
recursos públicos, lo que para algunos críticos pondría en riesgo el prestigio
global de su sistema público. Veamos qué dice Hillary en los debates en puerta.
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