La corrupción es
un fenómeno que existe desde los inicios de la civilización. Disciplinas como
la ciencia política, la sociología y el derecho se han encargado de estudiarla
exhaustivamente. Definirla es simple: el abuso del poder -casi siempre público-
para obtener ganancias privadas. Combatirla no es tan simple, pues esto pasa
por definir en primer lugar, ¿por qué las personas tienden a ser corruptas? ¿es
efectivamente un problema cultural o uno institucional?
La postura más
simplista y que invita a quedarnos de brazos cruzados es la tradicional
afirmación de que “la corrupción es un problema cultural.” Es decir, hay algo
inherente a la mexicanidad que nos hace abusivos del poder; en otras palabras,
somos corruptos porque somos mexicanos… Llevado al extremo, esta afirmación llega
a tener connotaciones de audacia (el que no transa no avanza, un político pobre
es un pobre político, etc.). Aun más lamentable y cínica es la afirmación “la
corrupción somos todos”, como si el ciudadano común tuviera la responsabilidad
y las herramientas (el poder) para resolver los problemas públicos. No, para
eso existe el gobierno democráticamente electo.
Hay otra visión
para entender la corrupción, ésta si basada en teoría. La corrupción es un
problema de incentivos. Académicos como Rose-Ackerman o Montinola y Jackman
ejemplifican esta posición con una ecuación simple: Abusar del poder público depende
del costo-beneficio. Si el beneficio de violar la ley es alto y la probabilidad
de ser descubierto y castigado son mínimas, hasta los suizos serian altamente
corruptos. En esta visión, un aspecto clave para acotar la corrupción es el
cambio tecnológico. Abordaremos este tema en la siguiente entrega.