El Reino Unido acudió a las urnas y el 51.9% de
quienes votaron en el referéndum decidieron que el país debe abandonar la Unión
Europea. Desde el primer proceso de integración europea en la década de los 50
del siglo XX, ningún país miembro había abandonado este pacto de integración.
Mucho ha ocurrido en el mundo desde ese 23 de junio:
la libra esterlina cayó más de 10% la noche de la votación -sus peores niveles
desde 1985-; Escocia votó en contra de salir y ahora advierten que organizarán
un nuevo referéndum para separarse del Reino Unido; David Cameron anuncia que
dimite como Primer Ministro y los conservadores deben elegir un nuevo liderazgo;
los impulsores del Brexit, Nigel Farage y Boris Johnson, se han desentendido de
sus campañas al demostrarse que las ventajas de la salida eran una exageración
-como buenos populistas, nunca se imaginaron que ganarían y ahora deben
enfrentar su éxito.
Brexit no es el fin del mundo ni el de la UE. Cuando
el Reino Unido termine por separarse formalmente, si es que no sucede algo
inesperado que revierta la situación, las relaciones políticas y comerciales
con el resto de Europa continuarán. Histórica y geográficamente son socios por
naturaleza.
En todo caso, como lo afirma Kenneth Rogoff, la gran
lección política es que una decisión tan trascendente no puede dejarse a la
votación de una mayoría simple (y desinformada), la vara debió haber sido mucho
más alta. En pocas palabras, los británicos votaron por salir de la UE por una
razón: porque pudieron. Ya hay signos de cruda moral al respecto.
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