Los discursos políticos son herramientas muy
poderosas para comunicar una idea o fijar una postura. Tanto en las campañas
electorales como en el gobierno, representan el principal instrumento para que,
en términos de Patricia Dunmire y otros estudiosos del discurso, los políticos
logren obtener o afianzar la legitimidad y autoridad necesarias para lograr sus
objetivos. Un discurso tiene el solo objetivo de transmitir un mensaje claro y
contundente; si no hay mensaje no hay discurso.
Como ejemplo de grandes políticos en cuyos discursos
siempre hubo sustancia y elocuencia, podemos pensar en los clásicos Franklin D.
Roosevelt, Charles de Gaulle, Winston
Churchill y otros contemporáneos como Bill Clinton, Felipe González, Tony Blair
y por supuesto, Barack Obama. Tampoco olvidemos los fuertes discursos de Luis
Donaldo Colosio, donde al grito de “reformar el poder” se comprometía a renovar
el régimen.
Sin parecer nostálgico, en la actual clase política
mexicana francamente se extrañan los discursos que, efectivamente, comuniquen
un mensaje claro, contundente y profundo. La pose y la forma poco a poco han
sustituido a la sustancia y a los conceptos. Frases huecas como “de que se
puede se puede” (¿en serio este es el mensaje?), “vamos al despeñadero”, “renovaremos
el tejido social”, “vamos a respetar las instituciones”, “llegaremos hasta las
últimas consecuencias”, y un largo etcétera pululan en los discursos de
nuestros hombres y mujeres de Estado.
El lenguaje de la política se ha devaluado y con él
los contenidos que muestren posturas y rumbos claros sobre los problemas públicos.
Si usted amigo lector es político, resista la tentación de hablar mucho sin
decir absolutamente nada.
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