La educación superior es un bien estratégico para el
desarrollo social, económico y cultural de los países, contribuyendo también al
progreso individual. En el deber ser, las universidades se han consolidado como
un detonador de movilidad social e impulsor de culturas democráticas, coadyuvando
a “nivelar el terrero” entre los jóvenes universitarios.
El ethos
del esfuerzo individual es uno de los pilares fundamentales en el imaginario
colectivo de muchos países, incluido México, donde crece la noción de que subir
peldaños en la escalera social es posible para cualquiera que esté dispuesto a
trabajar arduamente, sin importar su status social.
En este contexto, el interesante libro Pedigree: How elite students get elite jobs
de Lauren Rivera, socióloga de Northwestern, nos dice que este “sueño
americano” tiene elementos mitológicos. En una nuez: las posiciones en las
mejores organizaciones y empresas están reservadas para los egresados de las
universidades más prestigiadas, pero que además tienen antecedentes familiares
de alcurnia.
Rivera encuentra que organizaciones como Goldman
Sachs, McKinsey, JP Morgan o Cravath, entre otras, prefieren profesionales de
un número reducido de instituciones educativas “Ivy League”; pero no solo eso
sino que “las compañías definen el talento de tal manera que se excluye a los
estudiantes con el mejor desempeño pero que tienen antecedentes socio
culturales poco privilegiados”.
Así, en contra de las más nobles creencias sobre la
Universidad como el gran ecualizador y el mercado laboral como un campo parejo,
Pedigree expone los sesgos de clase
incrustados en las nociones sobre quiénes son “los mejores y más brillantes”,
pero que ademas juegan Polo en el lugar y con las personas correctas.