Recientemente, los mecanismos de consulta directa
sobre temas de gran impacto han dado mucho de qué hablar. Los sendos
referéndums para el Brexit en Reino Unido y para los acuerdos de paz en
Colombia han sido polémicos por sus resultados. En ambos casos se dio el mismo
supuesto: decisiones previamente tomadas por las élites del policymaking, racionales y analizadas a
fondo, fueron sometidas a legitimación donde se asumía que el pueblo las
avalaría contundentemente.
Ocurrió lo que pocos anticipaban. Desafiando todas
las encuestas y previsiones de las élites, los británicos votaron por salir de
la UE y los colombianos por el “no” a la paz.
Como lo plantea Kaplan en su libro The Myth of the Rational Voter, el
problema con someter a consulta decisiones trascendentes y especializadas es
que los votantes carecen de incentivos para informarse a detalle sobre las
implicaciones de las mismas. Un taxista en Liverpool no tiene los incentivos ni
el tiempo para analizar las variables macro-económicas y la letra chiquita de
los tratados entre la UE y el RU, como para decidir de manera informada.
Precisamente para tomar este tipo de decisiones complejas
es que las democracias eligen y legitiman a gobiernos especializados.
Ahora bien, aunque no es una consulta populista sino
una elección constitucional, el caso norteamericano viene a cuento. Es
profundamente peligroso someter a la votación popular de masas poco informadas a
un candidato que, paradójicamente, pondría en riesgo la existencia de la
democracia misma. Quizás anticipando a los candidatos “Trump”, los fundadores
de EEUU establecieron mecanismos de democracia indirecta, por medio de votos
electorales. No vaya a ser.